Yo esperaba que pase a buscarme. El Laucha tenía mujer e hijos, así
que el trámite siempre debía ser de lo más furtivo y veloz que se
pudiera. Me acomodaba bastante cerca de la puerta, de modo que cuando
sonaran esos toques de bocina inconfundibles ya estuviera prácticamente
con un pie arriba del auto. Eran tres emisiones sonoras, bien cortitas y
seguidas, pulsadas con culpa. Yo vivía a una cuadra de Urquiza, y eso
constituía una ventaja para nuestra relación: apenas me subía él pegaba
la vuelta a la manzana y ya estábamos sobre la ruta, listos para encarar
hacia cualquier punto fuera de la ciudad.
Durante ese año había empezado a hacer furor la transmisión
codificada de los partidos de fútbol, y en todo San Francisco era
imposible seguir los torneos de verano. La alternativa más popular para
hacerlo era trasladarse hasta Freyre, y mirar los encuentros en el Bar
Central, picada de por medio. A sabiendas de que esa noche se jugaba el
clásico por la Copa Desafío en Mendoza, y de que Freyre, una de
nuestras coartadas, estaría plagada de sanfrancisqueños, habíamos
arreglado para vernos a la hora de la siesta.
El Laucha había pasado al frente: tenía una casa de ropa deportiva
cuya mercadería era la más codiciada por la población local. Les pagaba
poco a sus empleadas, pero la empresa se había hecho una fama tal que
todas morían por trabajar allí, les daba una suerte de status. Las
contratadas siempre eran rubias, flacas y vestían jeans y zapatillas de
marca después del primer mes de empleo, ya que compraban el uniforme a
precio promocional con el sueldo de debutantes. Daba gusto verlas
desfilar a lo largo de las dos cuadras que había del negocio hasta el
depósito por 25 de Mayo, con ese aire de estrellas de la pasarela.
Le iba tan bien al Laucha que cada integrante de su prole tenía un
auto. A la familia le gustaba intercambiarse los móviles, tenían ese
berretín. En el negocio las empleadas jugaban, cada mañana, a adivinar
en cuál aparecería el jefe. Cada vez que nos veíamos, él, para
despistar, usaba el Fiat 600 del hijo menor.
El asfalto quemaba cuando arrancamos para Freyre por la ruta vieja,
donde salvo algún camión transportador de leche o un par de ciclistas
obsesionados con el promedio, no solía verse a nadie. Hacía un calor de
esos que amedrentan hasta a las iguanas. Estábamos jugadísimos con la
hora, a las cuatro el Laucha tenía que ir a abrir el local. Pisaba el
600 con espíritu deportivo, como si nunca se hubiera bajado del Alfa que
había usado por la mañana. Tenía poca idea de fierros, era de esos que
solucionan todo con plata. Era de esperar que en esas condiciones el
motor recalentara.
Un poco después del puente sobre las vías viejas la Bola empezó a
fallar, y finalmente se clavó. El Laucha también quedó paralizado, del
pánico. Creo que por su cabeza pasaban imágenes aterradoras de la mujer,
el hijo, el mecánico familiar, las empleadas. Por la mía, las anécdotas
del 600 que había sido el primer auto de mi primo, y que sus amigos,
compañeros de viaje, reflotaban en los asados. Por ejemplo esa vez que
se les había quedado cuando iban a una carrera de midget en Vila, y que
el Tato, jactándose de ser un gran conocedor de la máquina, se bajó a
revisar el nivel del aceite: apenas sacó la varilla, el aceite hirviendo
le saltó a la cara como en un revival de las Invasiones Inglesas, y le
dejó marcadas unas pecas que duelen todavía hoy de solo verlas. O esa
otra vez, también en ruta, en que la Bola se había pasado de temperatura
y para refrescarla habían tenido que dejarle levantada la tapa,
sostenida con un alambre de fardo que habían robado de un campo.
Unos gemidos me sacaron del pasado. El Laucha lloraba, con el
antebrazo apoyado en el volante, que estaba impecable, tapizado en
cuero. Sentí una mezcla de pena y desprecio. Con una mano en su muslo y
voz piadosa intervine: “Tranquilo, lindo, seguro es el aceite, por qué
no vas a fijarte.”
Me encantó, es la viva imagen de lo que puede suceder en una día insoportable, bajo el sol y en medio de la ruta!!!
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